Ópera como espejismo: del glamur a la cruda realidad

  • Del auge de la ópera en España al choque con costes, envejecimiento del público y falta de educación musical sostenida.
  • Italia ilustra tensiones: crisis de gestión en San Carlo y polémica por el nombramiento en La Fenice.
  • El MET recurre a Arabia Saudí para tapar su déficit, entre debates éticos y presión sindical.

Ópera y espejismo

La pregunta se repite, incómoda y fascinante a la vez: ¿y si el boom operístico fuese, en realidad, un espejismo? Coincidiendo con la vuelta de las temporadas en septiembre, los grandes coliseos levantan el telón con carteles espectaculares, cifras mareantes y una atención mediática que enciende expectativas. En Madrid, por ejemplo, el Teatro Real abrió con Otello en homenaje a Shakespeare, con veinte funciones en agenda y localidades de la función inaugural por encima de los 600 euros; un arranque de impacto que parece confirmar el tirón del género.

Sin embargo, al mirar con más calma aparecen grietas. La euforia operística ha sucedido a la fiebre sinfónica del final del siglo pasado, cuando se multiplicaron auditorios, abonos y patrocinios de manera casi febril para saldar una deuda cultural histórica. Hoy el tablero es otro: la ópera llena salas y atrae mecenazgo, sí, pero los costes de producción crecen sin descanso y el dinero público no fluye como antes. A partir de aquí, conviene aterrizar datos y ejemplos concretos en España, Italia y Estados Unidos para entender el alcance de la cuestión.

España: del furor sinfónico al fenómeno operístico

Durante décadas, España vivió una auténtica “edad de oro” para la música sinfónica. Se edificaron recintos, nacieron ciclos y se consolidó una red de mecenas que empujó fuerte. Hoy, con el cambio de siglo, el foco se ha desplazado hacia la ópera: los ciclos sinfónicos mantienen su público, pero ya no crecen al mismo ritmo ni captan patrocinios con facilidad.

En el ámbito lírico, el panorama parece boyante. Los aforos se cubren con regularidad y la ópera proyecta un halo de glamur que conquista a donantes y marcas. Hay quien cree que esta fiebre ha llegado para quedarse; otros, más prudentes, sospechan que el ciclo—como el sinfónico en su día—tiene fecha de caducidad. Basta observar el entorno europeo para entender que la bonanza puede ser transitoria.

La realidad económica actúa de contrapeso. La ópera es un arte de altísimo coste: escenografías, vestuario, coro, orquesta, solistas, equipos técnicos… todo suma. Mientras, las administraciones deben cuadrar cuentas, contener el déficit y priorizar partidas; con frecuencia, la etiqueta de “cultura para los ricos” dificulta ampliar subvenciones. Hay excepciones, como el caso de Múnich, que logra mejorar su dotación, pero no es la norma.

Por su parte, el público responde, y ejemplos como un Liceu pleno hasta la bandera confirman el tirón social. Aun así, el reto está en asegurar continuidad sin elevar precios hasta niveles disuasorios. La entrada inaugural por encima de 600 euros en el Real fue elocuente: el equilibrio entre sostenibilidad y acceso es la primera línea de tensión.

Costes, financiación y una ecuación cada vez más ajustada

Los presupuestos de los teatros viven comprimidos. La factura de producción sube año tras año, a menudo por encima del IPC, mientras el margen para aumentar ingresos públicos y privados es limitado. En ese contexto, los equipos directivos recurren a distintas palancas: coproducciones internacionales, reposiciones de títulos seguros, reajustes en cachés y estrategias comerciales más agresivas.

La consecuencia inmediata suele ser una escalada en el precio de las localidades. Los gestores, presionados por la cuenta de resultados, elevan entradas y priorizan abonos premium, con el riesgo de homogeneizar la audiencia. En términos de perfil demográfico, la base envejece y los espectadores muy jóvenes aparecen cada vez en menor número.

Falta, además, continuidad en los programas de captación. Los proyectos educativos sostenidos escasean, y cuando los hay, padecen la intermitencia de presupuestos o cambios de dirección. Ahí se gesta un problema a medio plazo: si no se cultiva relevo, los patios de butacas se resienten a futuro, y no solo en ópera; también en zarzuela y conciertos orquestales la imagen de edades avanzadas es la norma.

La tentación es pensar en campañas de impacto inmediato—y las hay—, pero sin estrategia a diez o quince años es difícil revertir dinámicas. Cualquier teatro que hoy goce de éxito sostenido suele acreditar una política de públicos consistente que empezó mucho antes.

Tecnología, divos escasos y soluciones a medio cocinar

El ecosistema digital ha cambiado el tablero. Para algunos, el streaming es una tabla de salvación; para otros, un factor que erosiona la asistencia física. Aumenta la difusión global de las producciones, sí, pero una parte sustancial del consumo es gratuito y no convierte en ingresos proporcionales por taquilla o suscripción.

La escasez de grandes estrellas disponibles complica más el cuadro. Los divos de mayor tirón escasean, y quienes lideran el mercado prefieren a veces macroconciertos o formatos puntuales más rentables que comprometerse con largas series de funciones. Cuando hay topes en los cachés, algunos teatros solventan el diferencial agregando recitales o conciertos a la agenda del mismo artista, un apaño que ayuda pero no resuelve la raíz del problema.

Para atraer nuevos públicos, muchos coliseos ensayan encargos contemporáneos. El balance, no obstante, es irregular: buena parte de las obras recientes se estrenan y quedan en el archivo, sin rotación ágil por ciudades y países. En España se recuerda, por ejemplo, la apuesta por títulos como El público de Mauricio Sotelo (2015), valiente e importante, pero representativa de esa dificultad de viajar con rapidez por el circuito internacional.

La otra vía es ofrecer repertorio clásico con envoltorios nuevos. Aquí entra el tiro cruzado al regietheater y a ciertos directores de escena procedentes de otras disciplinas, a los que se reprocha una escasa sensibilidad musical o la imposición de conceptos que desatienden la partitura y la voz. La controversia es vieja, pero se aviva cuando el público no acompaña o percibe distancia entre la propuesta escénica y la obra.

Las redes sociales amplifican cualquier fricción. En ocasiones, incluso, los contenidos incrustados ni llegan a mostrarse al lector por cuestiones técnicas del navegador o porque el usuario navega sin JavaScript, lo que recuerda hasta qué punto la conversación cultural depende de plataformas ajenas y de sus políticas de uso. Un detalle menor en apariencia, pero significativo: la experiencia digital condiciona cada vez más la relación con los públicos.

Público, precios y la urgencia de educar

Hay una imagen que se repite función tras función: butacas con mayoría de público maduro. No es nuevo, pero preocupa. La ópera necesita seducir a jóvenes y a quienes la perciben como algo distante. Sin proyectos educativos sistemáticos, la renovación demográfica es un cuello de botella.

Mientras tanto, la inflación de costes lleva a subidas constantes de precios. Esa suma—costes al alza, recursos públicos planos, precio final alto—atornilla el círculo vicioso: se segmenta la audiencia por renta y se complica el discurso de legitimidad social. La zarzuela y los conciertos sinfónicos padecen síntomas similares, con abonados que, literalmente, “miden” cada escalón camino del anfiteatro.

Si el objetivo es ensanchar la base, la ecuación incluye más que entradas juveniles o campañas puntuales. Se trata de alianzas con escuelas, universidades y barrios; de llevar creadores al aula; de que los teatros expliquen procesos; de que la ciudadanía vea cómo se arma una ópera por dentro. Es costoso y no rinde titulares al día siguiente, pero es lo único que funciona a largo plazo.

Italia: turbulencias en San Carlo y polémica en La Fenice

Italia, patria operística, no escapa a las sacudidas. En Nápoles, el Teatro di San Carlo arrastra fricciones de gestión y política. La salida de Stéphane Lissner acabó en litigios y su relevo por Emmanuela Spedaliere fue objeto de debate incluso en el Parlamento. La Fundación San Carlo ha tenido que dar explicaciones recientes por nombramientos controvertidos.

Uno de los focos de polémica apunta a Michele Sorrentino Mangini, director artístico de las Officine San Carlo desde 2023 y, a la vez, hijo de Spedaliere. Su contratación llegó por convocatoria directa el 1 de abril de 2023 con carácter temporal, hasta el 31 de diciembre de 2025. Con el mandato de Lissner a punto de terminar, se prorrogó el contrato hasta el 31 de diciembre de 2027, extendiendo así su permanencia dos años y medio más en la casa donde su madre ejerce como directora general desde 2020.

Por si faltaran capítulos, la superintendencia sigue sin despejarse. Se deslizó el nombre de Fulvio Adamo Macciardi para el cargo, tras un complejo tira y afloja entre instancias políticas e impugnaciones, pero en la propia web del teatro la casilla de “sovrintendente” aparece vacía. El clima, como se ve, dista de ser estable.

En Venecia, la designación de Beatrice Venezi como directora musical de La Fenice ha desatado otra tormenta. Coro y orquesta han amenazado con huelga al considerar que la maestra no reúne la experiencia requerida. La discusión se ha cargado de lectura política: se le vincula con la derecha italiana y se subraya su condición de “influencer” con notable presencia en redes y su inclusión entre las celebridades italianas.

Estados Unidos: la encrucijada del MET de Nueva York

Quien visita el Lincoln Center y atraviesa la plaza frente al Met percibe el fulgor de una gran maquinaria cultural. Carteleras con varios títulos distintos en apenas tres días, el vecino New York City Ballet, la Juilliard… un ecosistema que pocos teatros pueden igualar. A través del inmenso frontal acristalado asoman, además, los dos murales de Marc Chagall que han sido empeñados para aliviar tensiones financieras; símbolo perfecto de un poderío salpicado por la necesidad.

La crisis no es coyuntural. Algunos patrocinadores históricos se han retirado y los nuevos—como Spring Point Partners, con una donación de 150.000 dólares—no bastan para cambiar la foto. El Met cerró la pasada temporada con un déficit considerable y su director general, Peter Gelb, ha puesto cifras a una parte del dilema: el público ha consumido por streaming el equivalente a más de cien millones de dólares en minutos sin retorno económico directo. Se gane visibilidad, sí, pero la asistencia en sala se resiente, y la sensación de que algunas producciones recientes gustan menos que las anteriores no ayuda.

Para evitar males mayores, la dirección ha pulsado un acuerdo con la Comisión de Música de Arabia Saudí y la futura Royal Diriyah Opera House. A partir de 2028, durante cinco años, el Met se desplazará a Riad cada febrero para una residencia de tres semanas con títulos de repertorio, conciertos y programas de formación para artistas y técnicos locales. El pacto incluye además el encargo de una nueva ópera, una apuesta de visibilidad y dinero fresco.

La operación tiene contrapesos. Moody’s ha rebajado la calificación del Met a “grado no inversor” por desequilibrios estructurales y menor liquidez. Aunque no se han hecho públicos los términos exactos, el New York Times ha cifrado el acuerdo en alrededor de 200 millones de dólares, cantidad que el Wall Street Journal considera insuficiente para sanear cuentas. En paralelo, los quince sindicatos que agrupan a casi tres mil empleados advierten: exploren esa vía saudí si hace falta, pero no toquen las condiciones laborales.

En el trasfondo, el país del Golfo despliega su estrategia Visión 2030 para diversificar la economía y proyectarse como polo de arte y entretenimiento. En los últimos años ha presentado su primera ópera nacional, Zarqa al-Yamama, y levanta la nueva Ópera de Diriyah. La decisión del Met, sin embargo, levanta críticas por el blanqueamiento de un régimen señalado por restricciones de libertades civiles y represión. El espejo europeo se asoma con La Scala, que en 2019 dio marcha atrás a la entrada de capital saudí, oficialmente por un procedimiento irregular, en un clima marcado por el caso Khashoggi.

También aparece la tensión de la coherencia: el Met ha impulsado políticas de diversidad e inclusión—estrenó, por ejemplo, Fire Shut Up in My Bones de Terence Blanchard en 2021/22, primera ópera de un compositor afroamericano en su historia, y contrató un responsable de diversidad—. A la luz de ese camino, su desembarco en un país con reglas opuestas desata recelos dentro y fuera de la comunidad artística. El dilema ético y financiero está servido.

Repertorio de siempre, envoltorios nuevos: ¿hasta dónde funciona?

La fórmula más extendida para sostener taquilla es clara: repertorio popular con puestas en escena “renovadas”. Funciona hasta cierto punto. Por un lado, evita el riesgo de programación; por otro, si el envoltorio se percibe como ajeno a la música y a la voz, provoca rechazo. El debate se agrava cuando faltan autores líricos “de casa” comparables a Verdi, Rossini o Wagner, concentrados en la voz; hoy son compositores sinfónicos quienes cruzan esporádicamente al teatro musical, con resultados dispares y una atención renovada al repertorio barroco.

La circulación de títulos contemporáneos es otro cuello. Se estrenan y se archivan con demasiada rapidez. Pocas obras recientes saltan con fluidez entre ciudades y países en el corto plazo, y así se pierde la posibilidad de crear repertorio vivo. Sin esa movilidad, la partida se juega casi siempre en el terreno de los clásicos.

En paralelo, permanece el dilema del “evento” frente al “proceso”. Los teatros exhiben estrenos de alto impacto, pero construir audiencias nuevas exige maratón, no sprint. El espejismo aparece cuando los grandes titulares ocultan debilidades estructurales—financiación, formación de públicos, políticas de precios—que no se solucionan con un par de producciones estrella por temporada.

¿Qué nos dice el público que ya está dentro?

Aunque a menudo se habla de “captar nuevos”, la escucha del público fiel es reveladora. Muchos abonados veteranos se quejan de la deriva estética de ciertas producciones; otros celebran la osadía. Lo relevante es que los teatros midan con rigor esas percepciones—encuestas, focus groups, análisis de ocupación por función y reparto—para no decidir a ciegas.

También conviene observar la elasticidad de la demanda. ¿Cuánta subida de precio admite una platea sin vaciarse? ¿Qué pasa cuando se reduce un 10% y se compensa en volumen? Hay casas que ensayan precios dinámicos y segmentaciones por hora o día de la semana; esas microdecisiones agregadas influyen tanto como un gran patrocinio.

En la frontera digital, la clave es convertir notoriedad en ingreso recurrente. El streaming lleva la ópera a audiencias globales, pero si el modelo es mayoritariamente gratuito, el teatro asume un coste que no regresa. Experimentos como micropagos por escena, pases temporales o membresías con beneficios tangibles son caminos por explorar con más ambición.

Finalmente, la cooperación entre teatros puede ser una palanca de eficiencia. Coproducir, compartir talleres y girar montajes reduce costes fijos y da más vida a cada producción. En un mundo de recursos estrechos, la soledad es cara; la red, una necesidad.

España con su “fiebre” operística y precios tensionados; Italia atrapada entre la política y el mérito; y el MET buscando aire en Arabia Saudí: el espejismo no está en el amor a la ópera ni en su capacidad de emocionar, que siguen intactos. La ilusión engañosa aparece cuando confundimos brillo con solvencia: programaciones deslumbrantes pueden convivir con cuentas en rojo, audiencias envejecidas y polémicas que desvían el foco de lo esencial. El género saldrá adelante si se asumen los costes reales de producirlo, se cultivan públicos con paciencia, se respeta la música tanto como la escena y se toman decisiones de financiación que no comprometan la integridad artística a largo plazo. Ahí está la diferencia entre un oasis y un espejismo.

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